Evangelio según san Juan (14,27-31a)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.
Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mi, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que, como el Padre me ha ordenado, así actúo yo».
Palabra del Señor
El Hijo se va, ha llegado la hora marcada de sangre. Es la hora del Hijo, y es también la hora de la Iglesia, la cual nace en esta hora marcada por la sangre derramada, el pan partido y los pies lavados. El Hijo se va y deja a los suyos, a su Amada, a la Iglesia. Y la Esposa no tendrá por herencia más que una bendición:"La paz os dejo...".
Pero una paz distinta de la del mundo. Los hombres discuten armisticios provisionales, y su paz no es más que un difícil equilibrio de violencias. La paz de Jesús se funda en un mismo nacimiento: una misma sangre, la del Hijo, derramada por la multitud, será su sello. Paz verdadera para quienes, por encima de lo que nos pueda dividir, comulgamos en un mismo cuerpo y nos sabemos, en la fe, miembros los unos de los otros.
El Hijo se va, y la Esposa se queda con su herencia, con su Paz, el don de los tiempos nuevos. Y a lo largo de los siglos no tendremos otra cosa que ofrecer. "Por donde paséis, decid:¡Paz a esta casa!". Los discípulos de todos los tiempos no tendremos otra cosa que decir a un mundo que se consume por falta de verdadera paz, sino el saludo de la paz acompañado por una vida pacificada.
¿Seremos hoy y siempre instrumentos de su paz?
¡Paz y Bien!
